lunes, 9 de febrero de 2009

cartas a quien pretende enseñar (paulo freire)

CARTAS A QUIEN PRETENDE ENSEÑAR
Paulo Freire
“)TOMANDO DISTANCIA” (Fragmento
...En otra ocasión presencié una experiencia semejante desde el punto de vista de la inteligencia del comportamiento de las personas. Ya me he referido a este hecho en otro trabajo anterior pero no hace mal que ahora lo retome. Estaba yo en la Isla de Sao Tomé, en África Occidental en el Golfo de Guinea. Participaba en el primer curso de capacitación para alfabetizadores junto a educadores y educadoras nacionales.

Un pequeño pueblo de la región pesquera llamado Porto Mont había sido escogido por el equipo nacional como centro de las actividades de capacitación. Yo ya había sugerido a los miembros del equipo nacional que la capacitación de educadores y educadoras no se efectuase siguiendo ciertos métodos tradicionales que separan la teoría de la práctica. Ni tampoco a través de ningún tipo de trabajo dicotomizante de la teoría y de la práctica que menospreciase la teoría, negándole toda importancia y enfatizando exclusivamente la práctica como la única valedera, o bien negase la práctica atendiendo exclusivamente la teoría. Por el contrario, mi intención era que desde el comienzo del curso viviésemos la relación contradictoria que hay entre la teoría y la práctica, la cual será objeto de análisis en una de mis cartas.

Por esta razón yo rechazaba cualquier forma de trabajo en que se reservasen los primeros momentos del curso para las exposiciones llamadas teóricas, sobre el tema fundamental de la capacitación de los futuros educadores y educadoras. Momento éste para los discursos de algunas personas, consideradas como las más capaces para hablarle a los otros. Mi convicción era otra. Pensaba en una forma de trabajo en que una misma mañana se hablase de algunos conceptos clave –codificaciones y descodificaciones, por ejemplo- como si estuviésemos en un momento de presentaciones, sin pensar ni por un instante que la presentación de ciertos conceptos fuese suficiente para dominar la comprensión de los mismos. Eso lo lograría de la discusión crítica sobre la práctica en que iban a iniciarse.

Así, la idea básica, aceptada y puesta en práctica, era la de que los jóvenes que se preparasen para la tarea de educadoras y educadores populares, debían coordinar las discusiones sobre codificaciones en un círculo de cultura de veinticinco participantes. Los participantes del círculo de cultura tenían conciencia de que se trataba de un trabajo de capacitación de educadores. Antes del comienzo se discutió con ellos su tarea política, la de ayudarnos en el esfuerzo de capacitación sabiendo que iban a trabajar con jóvenes en pleno proceso de capacitación. Sabían que ellos, así como los jóvenes que iban a ser capacitados, jamás habían hecho lo que iban a hacer ahora. La única diferencia que los separaba radicaba en que los participantes solamente leían el mundo, mientras que los jóvenes que iban a capacitar para la tarea de educadores ya también leían la palabra. Sin embargo, jamás habían discutido una codificación en esa forma ni habían tenido la más mínima experiencia de alfabetización con nadie.

En cada tarde del curso, son dos horas de trabajo con los veinticinco participantes, cuatro candidatos asumían la dirección de los debates. Los responsables del curso, asistían en silencio, sin interferir, tomando sus notas. Al día siguiente, durante el seminario de evaluación y capacitación de cuatro horas, se discutían las equivocaciones, los errores y los aciertos de los candidatos en presencia de todo el equipo, desocultándose entre ellos, la teoría que se encontraba en su práctica. Difícilmente se repetían los errores y las equivocaciones que se habían cometido y que habían sido analizados. La teoría emergía empapada de la práctica vivida.

Fue precisamente en una de esas tardes de capacitación, durante la discusión de una codificación que retrataba a Porto Mont, con sus casitas alineadas a la orilla de la playa frente al mar y con un pescador que dejaba su barco con un pescado en la mano, cuando dos de los participantes se levantaron como si se hubieran puesto de acuerdo y caminaron hasta una ventana de la escuela en la que estábamos, y mirando a Porto Mont allá a lo lejos dijeron, volviéndose nuevamente hacia la codificación que representaba el pueblo: “Sí, Porto Mont es exactamente así, y nosotros no lo sabíamos.”

Hasta entonces, su “lectura” del lugar, de su mundo particular, una “lectura” hecha demasiado próxima del “texto”, que era el contexto del pueblo, no les había permitido ver a Porto Mont como realmente era. Había cierta “opacidad” que cubría y encubría a Porto Mont. La experiencia que estaban realizando de “tomar distancia” del objeto, en este caso de la codificación de Porto Mont, les permitía una nueva lectura más fiel al “texto”, vale decir, al contexto de Porto Mont. La “toma de distancia” que la “lectura” de la codificación les permitió, les posibilitó o los aproximó más a Porto Mont como “texto” que está siendo leído. Esa nueva lectura rehizo la lectura anterior, por eso dijeron: “Sí, Porto Mont es exactamente así, y nosotros no lo sabíamos “. Inmersos en la realidad de su pequeño mundo, no eran capaces de verla”. Tomando distancia” de ella emergieron y, así, la vieron como jamás la habían visto hasta entonces.

Estudiar es desocultar, es alcanzar la comprensión más exacta del objeto, es percibir sus relaciones con los otros objetos. Implica que el estudioso, sujeto del estudio, se arriesgue, se aventure, sin lo cual no crea ni recrea. Es por eso también por lo que enseñar no puede ser un simple proceso, como he dicho tantas veces, de transferencia de conocimientos del educador al aprendiz. Transferencia mecánica de la que resulta la memorización mecánica que ya he criticado. Al estudio crítico corresponde una enseñanza igualmente crítica que necesariamente requiere una forma crítica de comprender y de realizar la lectura de la palabra y de la lectura del mundo, la lectura del texto y la lectura del contexto.

La forma crítica de comprender y de realizar la lectura de la palabra y la lectura del mundo está, por un lado, en la no-negación del lenguaje simple, “desarmado”, ingenuo; en su no-desvalorización por conformarse de conceptos creados en lo cotidiano, en el mundo de la experiencia sensorial; y por otro lado en el rechazo de lo que se llama “lenguaje difícil”, imposible porque se desarrolla alrededor de los conceptos abstractos Por el contrario, la forma crítica de comprender y de realizar la lectura del texto y la del contexto no excluye ninguna de las dos formas de lenguaje o de sintaxis. Reconoce incluso que el escritor que utiliza el lenguaje científico, académico, al tiempo que debe tratar de ser más accesible, menos cerrado, más claro, menos difícil, más simple, ni puede ser simplista.

Nadie que lee, que estudia, tiene derecho de abandonar la lectura de un texto como difícil, por el hecho de no haber entendido lo que significa la palabra epistemología, por ejemplo.

Así como el albañil no puede prescindir de un conjunto de instrumentos de trabajo, sin los cuales no levantará las paredes de la casa que está construyendo, del mismo modo el lector estudioso precisa de ciertos instrumentos fundamentales sin los cuales no pude leer o escribir con eficiencia. Diccionarios, entre ellos el etimológico, el filosófico, el de sinónimos y antónimos, manuales de conjugación de los verbos, de los sustantivos y adjetivos, enciclopedias. La lectura comparativa de texto de otro autor que trate el mismo tema y cuyo lenguaje sea menos complejo.

Usar estos instrumentos de trabajo no es una pérdida de tiempo como muchas veces se piensa. El tiempo que yo utilizo cuando leo y escribo o cuando escribo y leo, consultando enciclopedias y diccionarios, leyendo capítulos de libros o trozos de libros que pueden ayudarme en un análisis más crítico de un tema, es tiempo fundamental de mi trabajo, de mi oficio placentero de leer o de escribir.

Como lectores no tenemos derecho a esperar, mucho menos a exigir, que los escritores realicen su tarea –la de escribir- y casi la nuestra –la de comprender lo escrito- explicando lo que quisieron decir con esto o con aquello a cada paso en el texto o en cada nota al pie de la página. Su deber como escritores es escribir de un modo simple, escribir ligero, es facilitar, no dificultar, la comprensión del lector, pero no es darle las cosas hechas y prontas.

La comprensión de lo que se está leyendo o estudiando no sucede repentinamente como si fuera un milagro.

La comprensión es trabajada, forjada por quien lee, por quien estudia, que al ser el sujeto de ella, debe instrumentarse para hacerla mejor. Por eso mismo leer, estudiar, es un trabajo paciente, desafiante, persistente. No es trabajo para gente demasiado apresurada o poco humilde que, en vez de asumir sus deficiencias prefiere transferirlas al autor o a la autora del libro considerando que es imposible estudiarlo.

También hay que dejar bien claro que existe una relación necesaria entre el nivel del contenido del libro y el nivel de capacitación actual del lector. Estos niveles abarcan la experiencia intelectual del autor y del lector.

La comprensión de lo que se lee tiene que ver con esa relación. Cuando la distancia entre esos niveles es demasiado grande, cuando uno no tiene nada que ver con el otro, todo esfuerzo en búsqueda de la comprensión es inútil. En este caso, no se está dando la consonancia entre el tratamiento indispensable de los temas por parte del autor del libro y la capacidad de aprehensión por parte del lector del lenguaje necesario para este tratamiento. Es por esto por lo que estudiar es una preparación para conocer, es un ejercicio paciente e impaciente de quien, sin pretenderlo todo de una sola vez, lucha para hacerse la oportunidad de conocer[1].

“PALABRAS BONITAS
En aquella época yo daba largas charlas sobre los temas escogidos. Repitiendo el camino tradicional del discurso sobre, que se hace a los oyentes, pasé al debate, a la discusión, al diálogo en torno a un tema con los participantes. Y aún cuando me preocupaba el ordenamiento, el desarrollo de las ideas, hacía casi como si estuviera hablando a los alumnos de la universidad. Digo casi porque en verdad mi sensibilidad ya me había advertido sobre las diferencias del lenguaje, las diferencias sintácticas y semánticas, entre los obreros y las obreras con quienes trabajaba y el mío propio. De ahí que mis pláticas estuvieran siempre cortadas o permeadas por quiero decir, esto es, etc. Por otra parte, a pesar de algunos años de experiencia como educador, con trabajadores urbanos y rurales, yo todavía partía casi siempre de mi mundo, sin más explicación, como si éste tuviera que ser el “sur” que los orientase. Era como si mi palabra, mi tema, mi lectura del mundo, en sí mismos, tuvieran el poder de “surearlos”.

Fue un aprendizaje largo, que implicó un recorrido, no siempre fácil, casi siempre sufrido, hasta que me convencí de que aún cuando estaba seguro de mi tesis, de mi propuesta y no tenía ninguna duda respecto a ellas, era imperioso, primero, saber si coincidían con la lectura del mundo de los grupos o de la clase social a quien me dirigía; segundo, se me imponía estar más o menos familiarizado con su lectura del mundo, puesto que sólo a partir del saber contenido en ella, explícito o implícito, podría discutir mi lectura del mundo, que igualmente guarda y se funda en otro tipo de saber.

Este aprendizaje, de larga historia, se ensaya en mi tesis universitaria antes citada, continúa esbozándose en “La Educación como Práctica de la Libertad” y se hace explícito definitivamente en la “Pedagogía del Oprimido”. Un momento podría decir solemne, entre otros, de ese aprendizaje, ocurrió durante la mencionada gira de charlas en que examiné la cuestión de la autoridad, la libertad, el castigo y el premio en la educación. Ocurrió exactamente en el núcleo o centro social de SESI llamado Presidente Dutra, en Vasco de Gama, Casa Amarela, Recife.

Basándome en un excelente estudio de Piaget sobre el código moral del niño, su representación mental del castigo, la proporción entre la probable causa del castigo y éste, hablé largamente sobre el tema, citando al propio Piaget y defendiendo una relación dialógica amorosa, entre padres, madres, hijas, hijos, que fuera sustituyendo el uso de castigos violentos. Mi error no fue citar a Piaget. Incluso había sido rico, hablando de él, usar un mapa, partir de Recife en el Nordeste brasileño, extenderme a Brasil, ubicar Brasil en Sudamérica, relacionar a ésta con el resto del mundo y en él mostrar Suiza, en Europa, la tierra del hombre a quien estaba citando. Si hubiera hecho eso, habría sido no sólo rico, sino provocativo y formativo. Mi error estaba primero, en el uso de mi lenguaje, de mi sintaxis, sin mayor esfuerzo de aproximación a los de los presentes. Segundo, en la casi nula atención prestada a la dura realidad del enorme público que tenía frente a mí.

Al terminar, un hombre joven todavía, de unos 40 años, pero ya gastado, pidió la palabra y me dio tal vez la lección más clara y contundente que he recibido en mi vida de educador. No sé su nombre. No sé si vive todavía. Posiblemente no. La malignidad de las estructuras socioeconómicas del país, que adquiere colores aún más fuertes en el Nordeste Brasileño, el dolor, el hambre, la indiferencia de los poderosos, todo eso debe de haberlo tragado hace mucho. Pidió la palabra y pronunció un discurso que jamás pude olvidar, que me ha acompañado vivo en la memoria de mi cuerpo durante todo este tiempo y que ejerció sobre mí una influencia enorme.

Casi siempre, en las ceremonias académicas en que me torno doctor honoris causa de alguna universidad, reconozco cuánto debo también a hombres como éste del que hablo ahora, y no sólo a científicos, pensadores y pensadoras que igualmente me enseñaron y continúan enseñándome y sin los cuales y las cuales no me habría sido posible aprender, inclusive del obrero de aquella noche. Es que sin el rigor, que me lleva a la mayor posibilidad de exactitud en los descubrimientos, no podría percibir críticamente la importancia del sentido común y lo que hay en él de buen sentido. Casi siempre, en las ceremonias académicas, lo veo de pie, en uno de los costados del salón grande, la cabeza erguida, los ojos vivos, la voz fuerte, clara, seguro de sí mismo, hablando su habla lúcida.

“Acabamos de escuchar –empezó- unas palabras bonitas del Doctor Paulo Freire. Palabras bonitas de veras. Bien dichas. Algunas incluso simples, que uno entiende fácil. Otras más complicadas, pero pudimos entender las cosas más importantes que todas juntas dicen”. “Ahora yo quería decirle al Doctor algunas cosas en que creo que mis compañeros están de acuerdo –me contempló con ojos mansos, penetrantes y preguntó-: Doctor Paulo ¿usted sabe dónde vivimos nosotros? ¿Usted ya ha estado en la casa de alguno de nosotros? Comenzó entonces a describir la geografía precaria de sus casas. La escasez de cuartos, los límites ínfimos de los espacios donde los cuerpos se codean. Habló de la falta de recursos para las más mínimas necesidades. Habló de cansancio del cuerpo, de la imposibilidad de soñar con un mañana mejor. De la prohibición que se les imponía de ser felices. De tener esperanza.

Siguiendo su discurso yo adivinaba lo que vendría, sentado como si fuera realmente hundiéndome en la silla, que en la necesidad de mi imaginación y en el deseo de mi cuerpo se iba convirtiendo en un hoyo para esconderme. Después guardó silencio por algunos segundos, paseó los ojos por el público entero, me miró de nuevo y dijo:
-Doctor, yo nunca fui a su casa, pero le voy a decir cómo es. ¿Cuántos hijos tiene? ¿Son todos varones?
-Cinco- dije yo hundiéndome aún más en la silla-. Tres niñas y dos niños.
-Pues bien, Doctor. Su casa debe ser una casa rodeada de jardín, lo que nosotros llamamos “oitao livre”. Debe de tener un cuarto sólo para usted y su mujer. Otro cuarto grande para las tres niñas. Hay otro tipo de doctor que tiene un cuarto para cada hijo o hija, pero usted no es de ese tipo, no. Hay otro cuarto para los dos niños. Baño con agua caliente. Cocina con la “línea Arno”. Un cuarto para la sirvienta, mucho más chico que los de los hijos y del lado de afuera de la casa. Un jardincito con césped “ingrés” (inglés). Usted debe de tener además un cuarto donde poner los libros, su biblioteca de estudios. Pero como habla, se ve que usted es hombre de muchas lecturas, de buena memoria. No había nada que agregar ni que quitar; aquella era mi casa. Un mundo diferente, espacioso, confortable.
-Ahora fíjese, doctor, en la diferencia. Usted llega a su casa cansado. Hasta le puede doler la cabeza con el trabajo que usted hace. Pensar, escribir, leer, hablar, el tipo de plática que usted nos acaba de dar. Todo eso cansa también. Pero –continuó- una cosa es llegar a su casa, incluso cansado, y encontrar a los niños bañados, vestiditos, limpiecitos, bien comidos, sin hambre, y otra es encontrar a los niños sucios, con hambre, gritando, haciendo barullo. Y uno se tiene que despertar al otro día a las cuatro de la mañana para empezar todo de nuevo, en el dolor, en la tristeza, en la falta de esperanzas. Si uno le pega a los hijos, y hasta se sale de los límites no es porque uno no los ame. Es porque la dureza de la vida no deja mucho para elegir.

Esto es saber de clase, digo yo ahora.
Ese discurso fue pronunciado hace cerca de 32 años. Jamás lo olvidé. Me dijo, Me dijo aunque yo no lo haya percibido en el momento en que fue pronunciado, mucho más de lo que inmediatamente comunicaba.

En las idas y venidas del habla, en la sintaxis obrera, en la prosodia, en los movimientos del cuerpo, en las manos del orador, en las metáforas tan comunes en el discurso popular, estaba llamando la atención del educador allí presente, sentado, callado, hundiéndose en su silla, sobre la necesidad de que el educador, cuando hace su discurso al pueblo, esté al tanto de la comprensión del mundo que el pueblo tiene. Comprensión del mundo que, condicionada por la realidad concreta que en parte la explica, puede empezar a cambiar a través del cambio de lo concreto. Más aún, comprensión del mundo que puede empezar a cambiar en el momento mismo en que el desvelamiento de la realidad concreta va dejando a la vista las razones de ser de la propia comprensión que se tenía hasta ahí.

Sin embargo, el cambio de la comprensión, aunque de importancia fundamental, no significa, todavía, el cambio de lo concreto.

El hecho de que no haya olvidado nunca la trama en que se dijo ese discurso es significativo. El discurso de aquella noche lejana se aparece junto a mí como si fuese un texto escrito, un ensayo que tuviese que revisar constantemente. En realidad fue el punto culminante de un aprendizaje iniciado mucho antes –el de que el educador o la educadora, aun cuando a veces tenga que hablarle al pueblo, debe ir transformando ese al en con el pueblo. Y eso implica el respeto al “saber de experiencias” hecho del que siempre hablo, a partir del cual únicamente es posible superarlo.

Aquella noche, ya dentro del carro que nos llevaría de vuelta a casa, hablé un poco amargado con Elza, que raramente no me acompañaba a las reuniones y hacía excelentes observaciones que me ayudaban siempre.

-Pensé que había sido tan claro –dije-. Parece que no me entendieron.
-¿No habrás sido tú, Paulo, quien no los entendió? –preguntó Elza, y continuó-: Creo que entendieron lo fundamental de tu plática. El discurso del obrero fue claro sobre eso. Ellos te entendieron a ti pero necesitaban que tú los entendieras a ellos. Esa es la cuestión.

“HABLE USTED
...Recuerdo ahora una visita que hice, con un compañero chileno, a un asentamiento de la reforma agraria, a algunas horas de distancia de Santiago. Al atardecer funcionaban varios “círculos de cultura”, y fuimos para acompañar el proceso de lectura de la palabra y de relectura del mundo. En el segundo o tercer círculo al que llegamos sentí un fuerte deseo de intentar un diálogo con el grupo de campesino. En general evitaba hacerlo debido a la lengua; temía que mi “portuñol” perjudicara la buena marcha de los trabajos. Aquella tarde resolví dejar de lado esa preocupación y, pidiendo permiso al educador que coordinaba la discusión del grupo, pregunté a éste si aceptaba conversar conmigo.

Después de su aceptación, comenzamos un diálogo vivo, con preguntas y respuestas mías y de ellos a las que sin embargo siguió, rápido, un silencio desconcertante.

Yo también permanecí silencioso. En ese silencio recordaba experiencias anteriores en el Nordeste Brasileño y adivinaba lo que ocurriría. Esperaba y sabía que uno de ellos, de repente, rompiendo el silencio, hablaría en nombre propio y de sus compañeros. Sabía hasta de qué tenor sería su discurso. Por eso mi espera en silencio debe de haber sido menos penosa de lo que era para ellos oír el mismo silencio.

“Disculpe, señor –dijo uno de ellos-, que estuviéramos hablando. Usted es el que puede hablar porque es el que sabe. Nosotros no”

Cuántas veces había oído ese discurso en Pernambuco y no sólo en las zonas rurales, sino también en Recife. A fuerza de oír discursos así aprendí que para el educador o la educadora progresistas no hay otro camino que el de asumir el “momento” del educando, partir de su “aquí” y de su “ahora”, para superar en términos críticos, con él, su “ingenuidad. No está de más repetir que respetar su ingenuidad, sin sonrisas irónicas ni preguntas malévolas, no significa que el educador tenga que acomodarse a su nivel de lectura del mundo.

Lo que no tendría sentido es que yo “llenara” el silencio del grupo de campesinos con mi palabra, reforzando así la ideología que habían expresado. Lo que yo debía hacer era partir de la aceptación de algo dicho por el campesino en su discurso, para enfrentarlos a alguna dificultad y traerlos de nuevo al diálogo.

Por otra parte, después de haber oído lo dicho por el campesino, disculpándose porque habían hablado cuando el que podía hacerlo era yo, porque sabía, no tenía sentido que yo les diera una lección, con aires doctorales, sobre “la ideología del poder y el poder de la ideología”.

En un puro paréntesis, en el momento en que revivo la “Pedagogía del Oprimido” y hablo de casos como este que viví y cuya experiencia me fue dando fundamentos teóricos no sólo para defender sino para vivir el respeto de los grupos populares por mi trabajo de educador, no puedo dejar de lamentar cierto tipo de crítica en que me señalan como elitista. O la opuesta que me describe como populista.

Los lejanos años de mis experiencias en el SESI, de mi aprendizaje intenso con pescadores, campesinos y trabajadores urbanos, en los cerros y en las callejas de Recife, me habían vacunado contra la arrogancia elitista. Mi experiencia venía enseñándome que el educando precisa asumirse como tal, pero asumirse como educando significa reconocerse como sujeto que es capaz de conocer y que quiere conocer en relación con otro sujeto igualmente capaz de conocer, el educador, y entre los dos, posibilitando la tarea de ambos, el objeto de conocimiento. Enseñar y aprender son así momentos de un proceso mayor; el de conocer que implica re-conocer. En el fondo, lo que quiero decir es que el educando se torna realmente educando cuando y en la medida en que conoce o va conociendo los contenidos, los objetos cognoscibles, y no en la medida en que el educador va depositando en él la descripción de los objetos, o de los contenidos.

El educando se reconoce conociendo los objetos, descubriendo que es capaz de conocer, asistiendo a la inmersión de los significados en cuyo proceso se va tornando también significador crítico. Más que ser educando por una razón cualquiera, el educando necesita volverse educando asumiéndose como sujeto cognoscente, y no como incidencia del discurso del educador.

Es aquí donde reside, en última instancia, la gran importancia política del acto de enseñar. Entre otros ángulos, éste es uno que distingue al educador o la educadora progresistas de su colega reaccionario.

“Muy bien –dije en respuesta a la intervención del campesino-, acepto que yo sé y ustedes no saben. De cualquier manera, quisiera proponerles un juego que, para que funcione bien, exige de nosotros lealtad absoluta. Voy a dividir el pizarrón en dos partes, y en ellas iré registrando de mi lado y del lado de ustedes, los goles que meteremos, yo contra ustedes y ustedes contra mí. El juego consiste en que cada uno le pregunte algo a otro. Si el interrogado no sabe responder, es gol del que preguntó. Voy a empezar por hacerles una pregunta”.

En este punto, precisamente porque había asumido el “momento” del grupo, el clima era más vivo que al empezar, antes del silencio.

Primera Pregunta:
-¿Qué significa la mayéutica socrática?
Carcajada general, y yo registré mi primer gol.
Ahora les toca a ustedes hacerme una pregunta a mí –dije.
Hubo un murmullo y uno de ellos lanzó la pregunta:
-¿Qué es la curva de nivel?
No supe responder, y registré uno a uno.
-¿Cuál es la importancia e Hegel en el pensamiento de Marx?
Dos a uno.
-¿Para qué sirve el calado del suelo?
Dos a dos.
-¿Qué es un verbo intransitivo?
Tres a dos.

¿Qué relación hay entre la curva de nivel y la erosión?
Tres a tres.
-¿Qué significa epistemología?
Cuatro a tres.
-¿Qué es abono verde?
Cuatro a cuatro.
Y así sucesivamente, hasta que llegamos diez a diez.

Al despedirme de ellos hice una sugerencia: “Piensen en lo que ocurrió aquí esta tarde. Ustedes empezaron discutiendo muy bien conmigo. En cierto momento se quedaron en silencio y dijeron que sólo yo podía hablar porque sólo yo sabía, y ustedes no. Hicimos un juego sobre saberes y empatamos diez a diez. Yo sabía diez cosas que ustedes no sabían y ustedes sabían diez cosas que yo no sabía. Piensen en eso”.

De regreso a casa recordaba la primera experiencia que había tenido mucho tiempo antes en la zona de la Selva de Pernambuco, igual a la que ahora acababa de vivir.

Después de algunos momentos de buen debate con un grupo de campesinos el silencio cayó sobre nosotros y nos envolvió a todos. El discurso de uno de ellos fue el mismo, la traducción exacta del discurso del campesino chileno que había oído en aquel atardecer.

-Muy bien –les dije-, yo sé, ustedes no saben. Pero ¿por qué yo sé y ustedes no saben?

Aceptando su discurso, preparé el terreno para mi intervención. La vivacidad brillaba en todos. De repente la curiosidad se encendió. La respuesta no se hizo esperar.

-Usted sabe porque es Doctor. Nosotros no.
-Exacto. Yo soy Doctor. Ustedes no. Pero ¿por qué yo soy Doctor y ustedes no?
-Porque fue a la escuela, ha leído, estudiado y nosotros no.
-¿Y por qué fui a la escuela?
-Porque su padre pudo mandarlo a la escuela, y el nuestro no.
-¿Y por qué los padres de ustedes no pudieron mandarlos a la escuela?
-Porque eran campesinos como nosotros.
-¿Y qué es ser campesino?
-Es no tener educación, ni propiedades, trabajar de sol a sol sin tener derechos ni esperanzas de un día mejor.
-¿y por qué al campesino le falta todo eso?
-Porque así lo quiere Dios
-¿Y quién es Dios?
-Es el padre de todos nosotros
-¿Y quién es el padre aquí en esta reunión?
-Casi todos, levantando la mano, dijeron que lo eran.

Mirando a todo el grupo en silencio, me fijé en uno de ellos y le pregunté:
-¿Cuántos hijos tienes?
-Tres.
-¿Serías capaz de sacrificar a dos de ellos, sometiéndolos a sufrimientos, para que el tercero estudiara y se diera buena vida en Recife? ¿Serías capaz de amar así?
-¡No!
-Y si tú, hombre de carne y hueso, no eres capaz de cometer tamaña injusticia, ¿cómo es posible entender que lo haga Dios?
-¿Será de veras Dios quien hace esas cosas?

Un silencio diferente, completamente diferente del anterior, un silencio en que empezaba a compartirse algo. Y a continuación:

-No. No es Dios quien hace todo eso. ¡Es el Patrón!

Posiblemente aquellos campesinos estaban, por primera vez, intentando el esfuerzo de superar la relación que en la “Pedagogía del Oprimido” llamé de “adherencia” del oprimido al opresor, para, “tomando distancia de él”, ubicarlo “fuera” de sí, como diría Fanon.

A partir de ahí, habría sido posible también ir comprendiendo el papel del patrón, inserto en determinado sistema socioeconómico y político, ir comprendiendo las relaciones sociales de producción, los intereses de clase, etc.

La falta total de sentido sería después del silencio que interrumpió bruscamente nuestro diálogo yo hubiera pronunciado un discurso tradicional, con frases hechas, vacío, intolerante.
















CARTAS A QUIEN PRETENDE ENSEÑAR**
Paulo Freire

Estos textos están tomados, básicamente, de dos obras de Paulo Freire*. En ellos, nos comparte, nos provoca, nos evoca y nos convoca a una práctica coherente. La coherencia es para él, el valor principal en la acción educativa y organizativa; es el vía para transitar por el difícil camino de la transformación de la Realidad; es un camino de búsquedas, hallazgos, dudas, quiebres, y convivencia con los diferentes que, finalmente, nos permitirá luchar contra los antagónicos. Ser coherente significa no claudicar, pero también significa no imponer, es luchar contra nuestro propio mito, contra nuestra terca claridad de cambiar las estructuras.

En la lucha por la justicia, la Esperanza necesita anclarse en nuestra práctica para volverse historia concreta. Sin Esperanza se instala la desesperanza y se cae en la desesperación; una lucha así se convierte en la búsqueda de venganza y no de reivindicación de derechos y no de búsqueda de justicia, y no de búsqueda de felicidad; además, una lucha así nos lanza a una pelea “cuerpo a cuerpo” contra enemigos más fuertes y poderosos. Hay que “hacer” (práctica) con rabia, con amor; hay que “hacer” con Esperanza, con Radicalidad y con Tolerancia. Para este “hacer”, hay que armarnos, hay que organizarnos, educarnos, formarnos; pero antes de entrar en las “grandes teorías” hay que ubicarnos en el “Punto de Partida” que es esta Realidad única y múltiple, compleja y contradictoria y para entenderla, es necesario tomar distancia de ella, de nuestro contexto, de nuestra práctica, de nuestra concepción; hay que hablar de lo hablado, de lo dicho, de lo callado, de lo escuchado, de lo soñado, de lo visto, de lo experienciado; no se trata de re-decir, sino de re-vivir aquello que generó el decir que ahora, en el tiempo de re-decir se vuelve a nombrar. Tomar distancia, nos narra Paulo Freire, ayudó, en muchas partes del mundo, a los oprimidos a darse cuenta de su convivencia y como, de alguna manera, legitimaban a quienes los oprimían; al mismo Freire, tomar distancia de su “pedagogía del Oprimido” le ayudó a re-conocer, a re-decir, a re-vivir, aquellas “ligaduras y soldaduras fundantes” de su opción política en el devenir del tiempo, en una palabra le ayudó a recolectar sus aprendizajes. Vayan pues estas líneas, con el ánimo de contribuir a que nuestros sueños y nuestra palabra se hagan historia concreta a través de nuestra acción transformadora.

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